Sicario. Tras asesinar al azar a dos personas, un menor de 15 años fue a comer a un shopping, compró alfajores y pasó por la peluquería
ROSARIO.-Los sicarios menores de edad, que asesinan al azar, sin conocer a las víctimas y cobran 200 dólares por muerte, se transformaron en el brazo armado del crimen organizado en esta ciudad. ...
ROSARIO.-Los sicarios menores de edad, que asesinan al azar, sin conocer a las víctimas y cobran 200 dólares por muerte, se transformaron en el brazo armado del crimen organizado en esta ciudad. Los eligen porque son, por ahora, inimputables y también fungibles. No les interesa a quiénes van a asesinar, porque el objetivo es generar terror, ni tampoco a sus jefes les importan quiénes son los asesinos a sueldo. Es una nueva etapa, que el gobierno provincial califica como “narcoterrorista”.
Como demarcan los últimos asesinatos que conmocionaron Rosario a principios de marzo, este tipo de sicarios es material descartable de las bandas criminales. Este nuevo esquema de la muerte se transformó en un problema para el Estado, al que se le hace difícil identificar a estos jóvenes que están, muchas veces, fuera del sistema: pertenecen a familias desmembradas por el delito, que viven en barrios marginales; dejaron la escuela, y son seducidos por una cultura de la muerte y del narco que enraizó con profundidad en ese sector vulnerable.
En las historias de estos adolescentes encaja el dicho que, según el escritor Arturo Pérez Reverte, circulaba en Culiacán, México: “Prefiero vivir cinco años como un rey a cincuenta como un buey”. DMG, uno de los menores asesinos que ejecutó al taxista Héctor Figueroa y a un empleado de la estación de servicio Bruno Bussanich, el 5 y el 9 de marzo, respectivamente, fue a comer al shopping después de cobrar su recompensa, compró alfajores y fue a la peluquería. No le alcanzó para mucho más. Por unas horas creyó vivir como un rey. Después volvió a su casa en la Zona Cero, en el noroeste de Rosario, donde los propios vecinos lo terminaron por delatar.
Por matar a tres personas cuatro menores cobraron entre 200.000 y 400.000 pesos. Son en total unos 600 dólares, un monto que los jefes narcos que contrataron a estos jóvenes lo recaudan en pocos minutos. Costó muy poco paralizar una ciudad y dejarla bajo el influjo del miedo, una estrategia que el gobierno provincial y nacional calificaron como “narcoterrorismo”, que fue ejecutada por menores y planeada por narcos que están presos.
Como publicó LA NACION, hubo una coordinación entre bandas para delinear estas acciones. Por un lado, según establecieron los fiscales en la audiencia que se realizó este martes, el plan lo orquestó Alejandro “Chucky Monedita” Núñez desde el penal de Piñero. Se sospecha que este sicario mató por primera vez a los 16 años para vengar en 2012 la muerte de su hermano mayor Marcelo Núñez.
La sospecha es que, a la par de Chucky Monedita, Esteban Alvarado, uno de los máximos jefes narcos locales, hizo su parte. Al menos esa información surge de informes de inteligencia criminal que maneja el gobierno de Santa Fe, pero aún no hay evidencia en las investigaciones judiciales.
Núñez pasó la información de atacar gente al azar a su pareja Brenda Pared, con detención domiciliaria, en una visita íntima en la cárcel de Piñero. Ella, junto con su cuñado Gustavo Márquez, seleccionaron los objetivos y dispusieron de los recursos. También buscaron a tres menores de edad, dos de ellos no punibles, para que ejecutaran a los cuatro trabajadores. Los adolescentes los mataron a sangre fría, sin saber quiénes eran las víctimas. El objetivo, según la investigación, era generar conmoción para que el gobierno provincial retrocediera con las medidas de mayor control y restricciones que había tomado en los pabellones de alto perfil, donde se encuentra alojado Chucky Monedita.
Las imágenes de las cámaras de seguridad que registraron el crimen de Bussanich, un empleado de 25 años de la estación de servicio Puma, muestran a un adolescente apuntar y disparar sin ningún titubeo, con la seguridad de un sicario profesional. El mismo asesino de 15 años ya había asesinado a un taxista cuatro días antes y participado del homicidio de otro chofer 24 horas después. Una máquina de matar sin razón.
El 29 de marzo fue detenido en la casa de su madre, después de que lo delataran los vecinos, que querían cobrar la recompensa de 10.000.000 de pesos que había ofrecido el gobierno de Santa Fe. Se había teñido el pelo, pero fue muy fácil de reconocerlo porque las cámaras de seguridad de la estación de servicio habían captado su rostro. Se sabe muy poco de la historia de este joven. Como es menor de 16 años no puede ser imputado por los homicidios. Quedó a cargo del juzgado de Menores e ingresó en un programa de protección de testigos, porque su declaración fue clave, junto con la de los otros tres menores, para llegar a los ideólogos del plan “narcoterrorista”.
Este caso puso en discusión la baja de la imputabilidad que hoy está fijada en 16 años. El gobernador de Santa Fe Maximiliano Pullaro consideró que no tiene que haber piso. “No importa la edad. Si un menor comete un delito de mayor hay que juzgarlo como mayor”.
“Hemos investigado en algunos barrios de Rosario, donde se da una situación de desamparo social, simbólica, tutelar y cultural que la aparición del narco se transforma en un espejo en el que se reflejan profundos deseos. Se refleja en una vida rumbosa, con acceso al dinero, a coches y mujeres atractivas que cala en los deseos de los pibes”, reflexionó el psicólogo Horacio Tabares, director de Vínculo, autor del libro “Drogas, debate sobre políticas públicas”.
Tabares cree que el narco ganó la batalla primero en los barrios en el plano social y económico, y ahora lo está haciendo en la profundidad de lo cultural. “Los chicos se nutren de historias que configuran una trama cultural que determina su comportamiento en el que no hay límites difusos entre lo legal e ilegal”, apunta Tabares, que agrega que “la cultura narco tiene como principal aliada una cultura consumista y efímera”.
Cuando se habla de crimen organizado en Rosario de manera general muchos piensan, incluida parte de la dirigencia política, de un sistema que se enfrenta al Estado con herramientas y estrategias sofisticadas de una mafia, que con ese perfil nunca llegó a consolidarse en Rosario. El error está en desconocer a los protagonistas de una violencia que se alimenta de la venta de drogas al menudeo y otros emprendimientos criminales que son rústicos, precarios, y que demarcan que sin una mínima complicidad no podrían persistir mucho tiempo. Y es, justamente, eso lo que evidencia la permanencia del negocio ilegal de jóvenes que matan como forma de una subsistencia macabra.
Un caso que muestra cómo funcionan los engranajes de este negocio que se alimenta con violencia es el de Franco Gorosito, uno de los que integra el clan los Picudos. Tiene 15 años y está sospechado de tres homicidios. Sin embargo, está en libertad porque es inimputable debido a su edad. El Estado no lo registra ni parece importarle, salvo cuando este niño toma un arma y dispara de manera salvaje. La policía detectó que usa ametralladoras, una de ellas de fabricación casera o artesanal que tiene una particularidad: dispara todas las balas del cargador sin parar. El arma tiene un seguro en la empuñadura. Es decir, que deja de ejecutar disparos cuando el tirador suelta el mango.
La madre de Franco, Marina Gorosito, está presa por narcotráfico en Ezeiza y estuvo sospechada de participar del secuestro extorsivo del hijo de un empresario en Arroyo Seco en julio de 2021. Toda la familia Gorosito está vinculada al hampa. Y el más chico de los integrantes del clan aparece, de acuerdo a las fuentes judiciales, como uno de los más feroces, con la resignación de que debe seguir en la calle en libertad.
Su hermano Hugo, también menor de 17 años, fue aprehendido en 2022. Se lo acusa de participar con su hermano Franco del ataque demencial contra una familia en Villa Gobernador Gálvez, que terminó con la vida de una beba de un año y siete meses que se llamaba Geraldine Gómez. Murió de un disparo en la cabeza cuando se encontraba en los brazos de su abuela, que también resultó herida. Los Picudos, como se hacen llamar estos jóvenes, atacaron con una ametralladora la casa humilde donde vivía esta familia, a la que ya le habían matado a uno de sus hijos, Juan Sánchez, en Villa Gobernador Gálvez.
Por 30.000 pesos los Cortez, padre e hijo, asesinaron a Claudia Deldedebbio y su hija Virginia Ferreyra, profesora de danzas árabes, que esperaban el colectivo el 23 de julio de 2022. La fiscalía determinó que la orden que dio René Ungaro, un narco que estaba preso en ese momento en el penal de Ezeiza era que debían disparar contra “cualquiera”, no importaba quién era el blanco. La obsesión de El Brujo, como apodan a Ungaro, era exponer su bronca porque la Justicia Federal había ordenado su traslado días después a la cárcel de Rawson, en Chubut. La lejanía y soledad de la Patagonia había encendido la rabia de este hombre que nació en el barrio La Tablada, en la zona sur de Rosario, y que proviene de una familia que estuvo enredada en los inicios de la expansión del negocio de la venta de drogas.
Para conseguir esa recompensa de 30 dólares Fernando Cortez, de 45, y su hijo Lautaro, de 20, cumplieron con la orden de matar a cualquier persona que se atravesara en su camino, sin importar quiénes eran. No debe haber muchos lugares en el mundo donde alguien cobre tan poco dinero por generar un desastre tan grande como fue la muerte de estas dos mujeres inocentes.
El negocio de la violencia, por el que fluye el aceitado mercado de la venta de drogas, se retroalimento de perfiles como el de los Cortez. O la historia de Lautaro Arenas, acusado de ejecutar al “arrepentido” Carlos Arguelles. Este joven de 19 años nunca tuvo un empleo ni educación: es analfabeto. Pertenece a esa flota de jóvenes que están fuera del sistema, que sólo son integrados por los narcos en el negocio criminal.
“No sé leer ni escribir”, respondió Arenas, que no tiene antecedentes penales, cuando el juez Gustavo Pérez de Urrechu le preguntó si tenía estudios. Está sospechado de gatillar dos disparos en la cabeza de su víctima con extrema precisión. Los otros tres detenidos – Aldana Peralta, Rodrigo Varela y Maximiliano Morel-, que habrían cobrado 180.000 pesos por matar a este hombre, cuyo testimonio iba a ser clave en el juicio contra Alvarado, no terminaron la escuela primaria y nunca tuvieron un empleo formal.
Dos de ellos poseen la tarjeta Alimentar y cobraban planes sociales. La familia de Aldana Peralta, quien sería la jefa de este grupo, maneja un comedor comunitario que se llama Corazoncitos Felices en el corazón de La Tablada. Su pareja Dardo Basualdo está preso en el pabellón Nº4 de la cárcel de Piñero.
Este tipo de sicarios prestan ese servicio de matar, pero muchas veces no pertenecen a una banda determinada. Es un trabajo tercerizado en un universo en el que otras personas cumplen funciones paralelas, como hacer tareas de inteligencia previa al crimen, como ocurrió con Argüelles, cuando el taxista Jorge Ojeda se encargaba de estudiar los movimientos de la víctima.
La hipótesis que en su momento esgrimieron en su momento los fiscales Matías Edery y Luis Schiappa Pietra es que el crimen de Argüelles se tramó desde la cárcel de Ezeiza, donde está preso Alvarado, condenado a prisión perpetua, con uno de sus sicarios más feroces, como es Mauricio Laferrara, alias Caníbal, acusado de seis homicidios, que se fugó del penal de Devoto en octubre pasado. Usaron personas “fungibles”, definieron los fiscales, es decir, que por sus características “son intercambiables”, fusibles que administra el narco para matar a sus enemigos circunstanciales, y también a gente inocente, como el caso de Claudia y Virginia, por el que pagaron 30.000 pesos, y los cuatro trabajadores que fueron ejecutados entre el 5 y el 9 de marzo pasado.