Escapada a orillas del Litoral: un recorrido imperdible por su costanera y sus hitos culturales
Los colores pasteles, azules y morados parecen transformar el paisaje de Paraná en un cuadro del artista entrerriano Cesáreo Bernaldo de Quirós, el “pintor de la Patria” según Leopoldo Lugo...
Los colores pasteles, azules y morados parecen transformar el paisaje de Paraná en un cuadro del artista entrerriano Cesáreo Bernaldo de Quirós, el “pintor de la Patria” según Leopoldo Lugones. Los autos que recorren la costanera no llegan a tapar el alboroto de los pájaros que se despiden del día. La ciudad entera ocupa repentinamente la barranca, que llega a tener 50 metros de alto, y desde donde se tiene una vista inmejorable del silencioso río Paraná.
Familias enteras se apoderan del Parque Urquiza, que viste al barranco de magnolias, palos borrachos, acacias, eucaliptos, palmeras y sauces, diseñado por Carlos Thays. Abajo, sobre la bella costanera, miles hacen deporte, pasean o contemplan el paisaje que culmina en un horizonte de vegetación frondosa, musicalizado por ranas, grillos y sapos.
En un extremo del paseo, al que llaman Puerto Nuevo, Edmundo Gómez estira sus músculos antes de comenzar el trayecto que realiza, sin falta, todos los días. Detrás suyo, donde terminan las callecitas adoquinadas, yacen barcos arrumbados, galpones oxidados y otras edificaciones con tinte inglés, ahora ocupadas por escuelas de canotaje desde donde parten los kayakistas.
En las tres playas del centro, el agua parece plateada. Sobre las zonas parquizadas, los jóvenes extienden sus mantas sobre el pasto y desenfundan el tereré. Desde la arena, skate al hombro, emerge Nel Morris Bejarano y se lanza a andar por el pavimento del paseo costero. “Los desniveles atraen a muchos al deporte, brother”, dice, sin perder la tonada entrerriana.
En la parte superior de la barranca, detrás de un prolijo rosedal y unas glorietas que sobreviven al paso del tiempo, empieza (o termina) la ciudad de Paraná, entre calles que se contornean y ondulan, flanqueadas por veredas angostas, arboledas, casas elegantes, edificios antiguos y otros más modernos.
Los orígenesParaná no tiene fecha de fundación. Fue poblándose alrededor de la plaza 1° de Mayo, hacia principios del 1700. Los primeros pobladores la llamaron Baxada del Paraná, por su condición de embarcadero, lugar de cría de ganado cimarrón, donde no faltaba agua, ni leña, y había cierta paz con los pueblos originarios. La cronología oficial comienza en 1730, cuando el Cabildo Eclesiástico de Buenos Aires transformó la capilla bajo la advocación de la Virgen del Rosario. Fue el inicio de lo que luego se convertiría en la imponente catedral de Paraná, un edificio de estilo renacentista con dos torres y una cúpula, tres naves en su interior, 11 altares tallados en madera y 33 vitrales traídos desde Francia. En la entrada, las golondrinas conforman un enjambre ensordecedor.
Alrededor de la plaza, la arquitectura histórica paranaense se muestra a partir del atiborrado paseo comercial al aire libre, sobre la peatonal San Martín. El Palacio Municipal y las sedes administrativas –ex senado y la Casa de Gobierno– de lo que supo ser la Confederación Argentina, cuyo gobierno se estableció en Paraná entre 1853 y 1861, se destacan por sus líneas francesas e italianas. Muy cerca de allí, el museo de Bellas Artes, ubicado frente a la plaza Alvear, con una exposición permanente de 22 obras de Bernaldo de Quirós, es una parada obligada. Pequeño y acogedor, el museo está destinado a la convivencia del pasado y presente de una ciudad que no pierde su impulso artístico.
Tierra de pescadoresDel otro lado de Paraná, más allá del Puerto Nuevo, el barrio de pescadores Puerto Sánchez es el destino de quienes buscan pescado fresco del día. Casitas coloridas, pegadas unas a otras, con fondas y locales en sus plantas bajas, y una calle que las recorre entre autos y gente de a pie o en bicicleta. Las pescaderías exponen su oferta desnuda sobre los mostradores de azulejos o chapa: surubíes, sábalos, bogas, patíes, bagres, algún que otro pacú, una especie que sale cada vez menos.
En Puerto Sánchez, la Peña de Dardy es el punto de reunión de los paranaenses. Hace 18 años, Eduardo Escouboué, un pescador descendiente de franceses que explora las aguas del Paraná desde sus 15 años, empezó a cocinar para los amigos y vecinos del barrio. “Siempre lo mejor, todo de buena calidad”, fue la fórmula que lo catapultó a la fama en la ciudad que lo vio nacer.
Junto a su mujer, Carmen, y su hijo Eduardo, el Dardy despliega una pantagruélica oferta de pescado del día en un salón de ambiente popular y donde para tener un lugar, es necesario reservar. En uno de las están Rodolfo Salvatierra, salteño de nacimiento y paranaense por adopción, y su pareja, Estela Huera, habitués de la peña: “Si no venimos alguna semana, enseguida extrañamos esto”, dice Rodolfo, haciendo girar su dedo índice en un gesto que abarca todo el salón. “También por estas empanadas, que son una perdición”, agrega Estela.
Hacia Santa Fe por el túnelHasta 1969, año de la inauguración del túnel subfluvial Raúl Uranga - Carlos Sylvestre Begnis, el cruce había que hacerlo en balsa. Su construcción supuso el orgullo de una obra de infraestructura mayúscula: a partir de ese momento, la Mesopotamia quedó vinculada al resto del país.
Después de atravesar el túnel, todo es diferente; la tierra se aplana y los bañados copan la escena. A Santa Fe se la ve más pujante y emprendedora que su capital vecina. El renacer del bulevar Gálvez en torno a la clásica estación Manuel Belgrano, reconvertida en un centro de exposiciones, el puente colgante y la renovación de la zona portuaria revitalizaron la ciudad.
“Muestran gran afición por el baño y su pasatiempo favorito consiste en dirigirse todas las tardes al río Paraná, donde, con gran contento, se sumergen en el agua”, dice una crónica de William Mac Cann, en un pequeño libro titulado “Viaje a caballo por las provincias argentinas”, impreso en 1844. Mucho ha cambiado desde entonces, por supuesto, pero en Santa Fe los espacios públicos siguen siendo de la gente que copa las playas, invade la costanera, deambula por los bulevares, contempla los atardeceres en la costanera este, cruzando el puente colgante. La caída del sol suele sorprender a muchos santafecinos, sobre todo a los niños, a la vera del río.
Historia y culturaEl Museo Etnográfico y Colonial Juan de Garay propone un completo recorrido a partir de los primeros habitantes, pasando por Santa Fe la Vieja y el cruce de etnias que se dio con la llegada de los españoles. No faltan artesanías tobas y mocovíes, objetos traídos de Europa y monedas acuñadas en Potosí que revelan la importancia comercial de esta zona, que era utilizada como ruta comercial hacia el norte.
En el centro histórico conviven construcciones de la Argentina agroexportadora con las casas de tejuelas de acento español e iglesias de gruesas paredes de adobe, como la de Nuestra Señora de los Milagros, cuya cúpula es una obra de arte.
En el plano cultural, la ciudad se destaca el molino Marconetti –con una nutrida agenda– y El Molino Fábrica Cultural, enfocado en los niños, donde pueden experimentar con libros, textiles y jugar con zancos en el patio entre huertas urbanas.
Daniel Llinas, dueño del Brew Pub Estación Saer asegura que Santa Fe está “comenzando a entender que hay mucho para explotar”. El Brew Pub abrió hace 10 años en uno de los extremos de la estación Manuel Belgrano, de la mano de los creadores de la cerveza Palo y Hueso, justo antes de que estallara la movida de las artesanales. El proyecto había surgido de la incubadora de la universidad del Litoral, que terminó en una cátedra de emprendedores.
Bonus track: el corredor de la costa santafecinaCayastá goza del raro privilegio de estar, cada tanto, en el centro de atención. Hasta acá llegaron, en diciembre de 2015, los hermanos Lanatta y Víctor Schillaci durante una cinematográfica fuga que mantuvo en vilo al país. Y hasta acá llegó también el boxeador Carlos Monzón, quien murió en un accidente automovilístico sobre la ruta 1, que marca el corredor turístico de la costa santafesina y acompaña el curso del río San Javier.
En Cayastá estuvo emplazada Santa Fe la Vieja, uno de los primeros enclaves hispánicos, fundado por Juan de Garay en 1573, y abandonado 100 años después. Las contiendas con grupos indígenas y los anegamientos de los caminos que se producían en cada crecida, motivaron la reubicación de la ciudad a 80 km al sur, asiento definitivo de la capital santafesina.
En el Parque Arqueológico se aprecian los vestigios de una típica comuna de entonces, con sus iglesias, conventos, el cabildo y las casas de los habitantes. Una de ellas, la de la familia Vera Muxica, fue reconstruida sobre la base de documentos de la época: además del cuerpo principal del hogar, hay otra construcción para la servidumbre (con sus elementos de cocina) y un galpón-depósito, donde se ve un bote hecho de madera de timbó, original, tallado por aborígenes. Sólo el 35% de la vieja ciudad fue descubierta. Los trabajos que en 1949 inició el arqueólogo Agustín Zapata Gollan continúan.
Santa Rosa de Calchines aparece a mitad camino entre Cayastá y Santa Fe. En un extremo de la costanera, tres cuadras de arena espesa, unos ocho o nueve pibes con gomeras se pavonean delante de un grupo de chicas que pescan mojarritas y se ríen, vigiladas por una madre severa que cada tanto profiere algún grito. Al rato, los pibes empiezan a chapotear. Del otro lado del río, sobre un espeso monte de enredaderas y flores silvestres sobrevuelan garcetas, blancas como nieve pura. De repente, los chicos empiezan hacer monerías (vueltas carneros, clavados a través de una cámara de una cubierta de camión, tirabuzones) y trepan las ramas más altas de un ceibo para tirarse al agua. Son libres como la corriente que los lleva río abajo.