Maxim Vengerov y su Stradivarius vuelven al Colón: “La música puede ofrecerle mucho al ser humano en las situaciones más tristes”
Es conocido que en Siberia el invierno es interminable, que las tormentas de nieve y hielo azotan sin descanso y que el frío, el más intenso e implacable del planeta, congela la vida a 50 grados ...
Es conocido que en Siberia el invierno es interminable, que las tormentas de nieve y hielo azotan sin descanso y que el frío, el más intenso e implacable del planeta, congela la vida a 50 grados bajo cero. Dice Maxim Vengerov que, en contraste con ese extremo helado, los siberianos se destacan por su calidez extraordinaria, y que esa calidez de la gente de su ciudad natal —Novosibirsk—, es un distintivo que él lleva a donde quiera que vaya. Efectivamente, porque si hay algo que transmite Vengerov desde el primer contacto, es esa cordialidad afectuosa y espontánea que dice traer de sus raíces. Y si algo que prevalece más allá del virtuosismo deslumbrante de su toque, es la pasión, el ardor humano que le imprime a la música como intérprete del violín.
Celebrado por el público argentino desde sus tiempos de prodigio (recuerda que vino al país por primera vez cuando tenía 18 años), regresa como un músico consagrado, padre de 3 hijos con dos los cuales, Lisa y Pauline, conformó un conjunto de cámara (“tocar con mis hijas es la mayor recompensa que me ha brindado la vida”, comenta con una sonrisa y un orgullo indisimulable), Embajador de Unicef y discípulo dilecto de Daniel Barenboim, maestro en el que reconoce al gran mentor de su carrera. En este encuentro con LA NACION, habla de la decisiva importancia de ese vínculo, de la obra que interpretará esta noche de la mano de su Stradivarius “Kreutzer” y de la dimensión de la música como vehículo de humanidad.
La perfección absoluta“Soñé que era un virtuoso” apuntó Jean Sibelius en su diario en 1910, años después del estreno del opus 47, su famoso Concierto para violín y orquesta en re menor, recordando en aquel sueño la ambición de su juventud: convertirse en un violinista de jerarquía mundial. No logró ese propósito, pero sí conservó el afecto y la admiración por el pequeño instrumento al que dedicó unas de las páginas más gloriosas de su repertorio. El concierto que el sábado interpretará en el Teatro Colón junto a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, bajo la batuta del director alemán Elias Grandy, el extraordinario violinista ruso-israelí Maxim Vengerov, uno de los solistas más encumbrados de las últimas décadas.
–¿Qué trazos de esa historia puede, un intérprete fino y perspicaz, descubrir en la partitura de Sibelius?
–Sibelius quiso escribir un concierto muy exigente para los violinistas, algo que ni siquiera él mismo pudiese llegar a tocar. Quiso establecer un gran desafío y definitivamente lo logró. En 1904 tuvo su premiere la versión original, estrenada por Victor Novacek, que, si bien era un muy buen profesor del instrumento, no era un verdadero concertista acostumbrado a tocar en el escenario. Sibelius le envió la partitura cuatro días antes del concierto y fue un desastre, ¡pobre Novacek! Después de ese estreno fallido, Sibelius se vio obligado a hacerle cambios a la partitura para convertirla en un concierto más clásico, más occidental y sobre todo, más accesible. El resultado fue que la primera versión, la original, es mucho más demandante que la segunda.
–¿En qué aspectos?
–La primera es más extensa y hace una bellísima cadencia extra al primer movimiento. Para mí, ambas tienen el mismo derecho a existir. Yo las he grabado a las dos porque las aprecio a ambas. La primera con una estética nórdica que expresa el espíritu de Finlandia mucho más que el estilo germano al que aspiraba Sibelius con una escritura a lo Brahms. La segunda es el ideal absoluto para un concierto de violín, es la perfección total, y esa es la partitura que voy a interpretar en Buenos Aires.
–¿Qué implica la estética nórdica en la música para violín?
–Lo nórdico como sinónimo de naturaleza y espíritu salvaje. Esa naturaleza que Sibelius describe acertadamente: la idea de la luz, por ejemplo. La primera versión está repleta de esas imágenes, mucho más libre y con lugar a la improvisación. Tenemos elementos de vals, por ejemplo, sabiendo que Sibelius se hizo famoso a partir de su célebre Valse triste, del que tomó muchas ideas y elementos danzantes. La otra versión, en cambio, está más orientada al concepto clásico occidental de formas acotadas y sin demasiado espacio para la fantasía, con un tipo de escritura de precisión en la que no es posible correrse ni una sola nota.
–Es un caso excepcional que para la misma obra existan versiones completamente diferentes, incluso contrapuestas.
–¡Es una rareza absoluta!
–¿Cómo se imagina a Sibelius, reconociendo la frustración de aquel sueño, el de convertirse en un violinista de fama mundial?
–Él soñaba obviamente con ser un virtuoso. Eso no sucedió, pero volcó toda su fe en la música, en la composición y se convirtió en algo mayor: un compositor fenomenal, considerado no sólo como uno de los mejores entre los escandinavos sino, sobre todo, entre los más grandes sinfonistas de todos los tiempos.
De tal maestro, tal discípulo–Es conocido su vínculo profesional y personal con Daniel Barenboim.
–Estoy siempre en contacto con el maestro Barenboim. En este momento es muy triste saber que no se siente bien porque hasta aquí él tuvo una vida increíble como músico, pianista, director y maestro ¡porque es un gran maestro! Recuerdo cuando lo conocí… el maravilloso momento en que pude tocar para él por primera vez. Yo tenía 17 años. Después toqué cantidades de veces a lo largo de mi vida y grabamos conciertos juntos, incluso este de Jean Sibelius.
–¿Primera o segunda versión?
–¡Segunda! (risas) Para mí, Barenboim es uno de los gigantes de nuestro tiempo y es una pérdida no poder contar con su música, al menos por ahora hasta que se recupere, un deseo por el que rezo con toda mi esperanza.
–¿En qué reconoce una influencia suya o qué es lo más importante que ha aprendido de él? ¿Ha sido incluso un mentor de su expansión más allá del violín, con la dirección, la enseñanza, el compromiso social en su caso como Embajador de Unicef?
–La presencia de Daniel Barenboim en mi vida, como un verdadero mentor, significó la posibilidad de abrirme nuevos horizontes. Lo voy a decir de forma muy simple: de no haberlo tenido tan cerca, solo hubiera sido un buen violinista. ¡Nada más allá de eso! Él me desafió a ir por más, a traspasar límites no solo en la música sino en la vida, como persona. Tocar con él siempre fue un desafío grande, especialmente compartiendo escenario, y me considero un afortunado de ese tiempo, de haber formado parte de su familia y de haber vivido grandes experiencias al lado suyo. De lo que aprendí: el reto constante porque abordaba la música desde el punto de vista del director y ese lenguaje, cuando apenas lo conocí, no me era nada familiar. Fue con él que pronto me di cuenta de que debía estudiar dirección orquestal para entender y hablar el idioma que hablaba él. Recuerdo cuando toqué en Chicago. Pasé toda la partitura y cuando terminé, se hizo un largo silencio. Un minuto que para mí duró una eternidad. ‘¿Tiene algo para decirme, maestro?’ le pregunté. ‘Nada. Es que como violinista tocás muy bien, está perfecto’, me respondió. Pero este no es “tu” concierto, tu propio concierto de Sibelius. ‘¿Y entonces, ¿qué es eso?’, le dije desorientado y me dio una lección: ‘Es que tomes la partitura y mires no solo tu parte sino la de la orquesta y encuentres una imagen por vos mismo’. Me dio unas horas para pensar en ello antes del ensayo. Tuve una noche entera, pero no pude dormir. Al día siguiente debí repensarlo todo. Fui al primer ensayo con orquesta y me dijo ‘¡Esto es un buen comienzo!’ Y así comenzamos a trabajar juntos. A partir de allí, yo tenía 17 años, me enseñó, me obligó, a pensar en grande, a pensar como él, no como un simple instrumentista sino como un verdadero músico.
–En sus conciertos, además de la música y de la interpretación, el público tiene la posibilidad de apreciar el sonido de un instrumento que es una de las joyas más preciadas de la historia, una exquisitez aparte en el menú del programa: el Stradivarius-Kreutzer 1727.
–Cuando Antonio Stradivari construyó este instrumento, en 1727, era ya un anciano maestro de alrededor de 80 años, tan longevo como si hoy habláramos de una persona que sigue trabajando en la plenitud de su actividad a los 110 años de edad. ¡Una longevidad inusual para su tiempo! Stradivari seguía produciendo piezas únicas en su célebre taller, lleno de luthieres que trabajaban para él fabricando los instrumentos según los modelos que él mismo diseñaba, pero se reservaba el acabado del pulido final y su toque de genio que volvía mágicos a los violines con su firma. Stradivari conocía los secretos de la acústica porque, como se sabe, muchos de sus contemporáneos, todos fabricantes excelentes, lo estudiaron e imitaron sin que ninguno alcanzara el refinamiento de sus Stradivarius. Hay un chiste sobre Cremona que me encanta contar cuando hablo del violín: están todas las fábricas en la misma calle. Primero Guadagnini con un cartel que dice “Guadagnini fabrica el mejor violín del mundo”. Sigue la misma calle y aparece Guarneri: “Guarneri, fabrica el mejor violín de esta ciudad”. Y al final, en un cartel muy chiquito, está Stradivari que dice: “Stradivari fabrica el mejor violín de esta calle.”
–¿Cambia el instrumento dependiendo de la obra, la época y el estilo, o de la sala en la que toca, o usa invariablemente su Stradivarius?
–Un concierto está conformado por cinco elementos: primero, la música, luego la acústica de la sala ¡Me encanta tocar en el legendario Teatro Colón por su acústica fenomenal! Después el público, preparado para abrazar esa música; el intérprete, al servicio de la obra, y por último —muy relevante—, el instrumento en que se realiza. Cuando esos cinco elementos están sintonizados, la armonía es perfecta y el concierto también. En ese sentido, mi respuesta es que tocar mi Stradivarius es esencial a esto que le dedico la vida.
–Como maestro, ¿qué es lo que más le interesa transmitir o inculcar en sus discípulos?
–Lo primero es que amen la música incondicionalmente, más allá de lo que les pueda deparar, independientemente de lo que logren. Si les ofrece la posibilidad de una carrera con la cual solventarse la vida, es maravilloso, pero antes son vitales algunas preguntas: ¿qué puedo hacer yo? ¿cómo puedo contribuir con la sociedad? Tocar y llevar la música por todo el mundo, por tantos países diferentes, es la mayor bendición de mi vida y yo les deseo eso a todos los jóvenes que se inician en este camino. Pero creo que mucho más allá de las habilidades técnicas y los deberes profesionales, hay que pensar en la humanidad que contiene la música porque eso es mucho más: es la humanidad que le aporta a las personas.
–Usted que recorre el mundo y lo considera una bendición ¿Qué tiene de particular haber nacido en Siberia? ¿Hay algo de especial en ello?
–¡Absolutamente sí! El espíritu siberiano es muy sano mentalmente y tiene los pies en la tierra. Se encuentra en el centro, en el medio de todo. En Novosibirsk, la capital donde nací, hay una iglesia que los siberianos consideramos el centro de Rusia porque es equidistante de Oriente y Occidente. Siberia está en un lugar muy especial. Allí nací y crecí, comencé a estudiar el violín y recibí la educación de mis primeros años. Lo que siempre me llevo del lugar de la Tierra donde yo nací, es la calidez de su gente. ¡el contraste entre el frío más extremo del planeta y la calidez extraordinaria de la gente que vive allí!
La otra cara del mundo–En relación con su identidad: por un lado, el ser ruso, por el otro, el israelí ¿qué siente en este momento con los dos conflictos que tienen al mundo en vilo? Como ruso sobre la guerra en Ucrania y como israelí sobre el ataque de Hamas en Israel ¿Tiene una opinión o reflexión al respecto?
–Bastante tempranamente en mi vida, desde 1997, que soy embajador de buena voluntad de Unicef y viajo alrededor del mundo tocando para niños en situaciones precarias y muy desfavorecidas, he conocido “la otra cara del mundo”. He tocado para las tribus montañesas en Tailandia o para los niños afectados por la guerra en Uganda, he llevado la música fuera de las salas de concierto donde asisten los públicos privilegiados. He vivido experiencias que me permitieron comprender que la humanidad evoluciona a través de muchos ciclos y que, en este momento, si bien alcanzamos un grado de desarrollo tecnológico sorprendente, a nivel humano no hemos llegado a un punto semejante. No hemos progresado lo suficiente, no hemos aprendido y nos falta mucho en esa dirección. Yo creo que a la humanidad le queda un largo camino por recorrer en su evolución, tanto como para poder sentarnos a la misma mesa y encontrarnos en el sentido común. Creo también que la música, como dije, está al servicio de esa idea, de aportarle humanidad a las personas, de elevarlas lo más alto posible. Yo me considero un privilegiado porque ser músico significa tocar el cielo con las manos, llegar a un tipo de perfección de la vida. Por eso, cuando estoy en el escenario, me esfuerzo por recrear esa perfección, por ser tan bueno como la música en sí. En los conflictos mueren muchos inocentes y, con lo triste que me resulta observar todo esto, trato de llevar la música a los lugares en crisis. Ahora por ejemplo me voy a tocar a Israel, para la gente que hay sido tan brutalmente atacada por Hamas. Hago todo lo que está a mi alcance porque sé que la música puede ofrecerle mucho al ser humano en las situaciones más tristes, como éstas. La música es sanadora, la música cura las heridas y reconforta el alma de aquellos que han sido lastimados.
Para agendarOrquesta Filarmónica de Buenos Aires, función de abono nº 20. Director: Elias Grandy. Solista: Maxim Vengerov (violín). Obras: Concierto para violín en re menor op. 47, de Sibelius; Obertura Leonora nº 3, de Beethoven y suite de El pájaro de fuego, de Stravinsky. El sábado 2, a las 20, en el Teatro Colón.